LAS RESISTENCIAS DE LA MEMORIA: ALGUNOS ACTORES ABATIDOS Y RELEGADOS POR EL PASADO

 

 Por  Jorge Mendoza García

Universidad Pedagógica Nacional

 

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Resumen

En el presente trabajo se argumenta que el pasado se encuentra en disputa por las distintas interpretaciones que sobre él hay. Que dependiendo de los intereses del presente se reivindicará uno u otro pasado, unos u otros personajes. Los grupos de poder son quienes, por los recursos con que cuentan, intentan imponer ciertas versiones del pasado, y son ellos los que, en cierta medida, han abatido y omitido a ciertos personajes de las narrativas que sobre el pasado se forman. Son estas disputas políticas. En este caso, se retoman tres actores específicos: las brujas, los esclavos negros y los armenios. Revisitando a estos actores se plantea una discusión sobre los huecos que las omisiones dejan en la historia y que pueden ser llenados por ejercicios de reconstrucción de la memoria.

 

Descriptores: Pasado, actores, brujas, esclavos, armenios, memoria

RESISTANCE OF MEMORY: SOME DEMOLISHED AND RELEGATED ACTORS FROM THE PAST

This article argues that the historical past is in dispute because of the several interpretations about it: depending on the particular interests of the present, a historical past or another could be vindicated; likewise, certain personages or certain others. Due to their resources, the groups of power try to impose versions of the past, and in a certain degree, have demolished or omitted the figure of some personages from the narrative construction about the past. These are political quarrels. About the matter, three specifics cases are taken back here: witches, black slaves and Armenians. Analyzing these actors, a discourse is proposed upon the historical hollows left by omissions, which could be filled with memory reconstruction exercises.

Descriptors: Past, actors, witches, black slaves, armenians, memory

 

 1. Los otros

Hacia 1760 Voltaire y sus ilustrados amigos pensaron que las torturas y otras prácticas bestiales como la quema de brujas habían llegado a su término. Tales experiencias irracionales no se concebían en el avance civilizatorio de la Ilustración. La clave, pensaban ellos, se encontraba en la secularización pues, aseguraban, la tortura y aniquilación de colectividades enteras eran producto del dogmatismo religioso. La declinación de la fuerza de los credos religiosos vendría acompañada del declive de los odios humanos. De cierta manera, se planteaba que la indiferencia permitiría la tolerancia. Y en efecto, en ciertos casos puede resultar mejor la indiferencia que el reconocimiento del otro diferente, pues puede ocurrir que registrar en el otro lo extraño, lo desconocido, lo malévolo y lo insoportable, derive en prácticas excluyentes o de terror y exterminio. Es un síntoma de identidad el reconocimiento de uno mismo y valorar positivamente el grupo al que se pertenece. Se supone que uno pertenece a colectivos bondadosos y caritativos. Y son los otros los mezquinos y los rufianes: en los otros está el mal, en los otros se finca la culpa. Los otros, históricamente, han sido los pobres, los leprosos, las mujeres, los judíos, los indígenas, las prostitutas, los comunistas y actualmente los terroristas. Es en los otros en quienes hay que depositar los achaques de la sociedad, sean pestes, crisis, destrucciones, epidemias, muertes o dolencias.

Suele ser desde el poder desde donde se esgrimen tales juicios, y son los gobiernos e instituciones dogmáticas, duras, totalitarias y terroríficas quienes llevan su intolerancia al extremo. Ese es el signo de al menos el último milenio. Recientemente asistimos a prácticas denominadas genocidas, de ahí que no resulte gratuito que se haya dicho que el XX fue el siglo del terror (Todorov, 2000), por las prácticas mortíferas que se desplegaron, lo mismo en sociedades ilustradas, y de primer mundo como Alemania, que en el llamado Tercer Mundo, como sucedió en Latinoamérica. En este último caso se mira como “natural” el despliegue de la barbarie; no así en el mundo civilizado, razón por la que cuando los primeros informes sobre la barbaridad nazi, perpetrada en los campos de muerte, rebasaron los muros de los territorios invadidos, la incredulidad fue el muro con que se toparon los relatos: no era posible que en la Europa civilizada eso ocurriera (Steiner, 1971). Ciertamente, el salvajismo se acompaña de la incredulidad que provoca el ocultamiento, pues lo que se pretende es que los excesos no se registren, que no sean escrutados por mirada y pensamiento alguno. La barbarie, en consecuencia, se ve acompañada del fenómeno del olvido.

 

2. Disputas políticas por el pasado

Hay que reconocer que la memoria es un objeto de disputa de diferentes grupos que, en múltiples ocasiones, mantienen intereses distintos. El que se exploren ciertas temáticas del pasado y no otros, evidentemente que tiene que ver con un contexto político cultural específico y también con determinados intereses. Y tales intereses se inscriben en el presente. El pasado no termina de escribirse, es más no se ha consumado, porque con cada grupo que llega al poder, sea religioso, académico, gubernamental, o ahí donde haya institución pública, éste cuenta con los recursos e instrumentos suficientes para imponer su punto de vista y en consecuencia se reviven o lapidan episodios del pasado de una sociedad. Se dan casos en los que con cada presidente nuevo que llega al poder, se erige su propio pasado como pasado colectivo. Por ejemplo, en México, Vicente Fox ha intentado revivir a Francisco I. Madero, y no con mucho éxito, pero esto más debido a su torpeza intrínseca que a las posibilidades que brinda el poder. Hay que recordar que en todo el tiempo que el Partido Revolucionario Institucional estuvo en el poder, Porfirio Díaz fue el malo de la película. Pero ningún gobierno del pasado siglo reivindicó a Ricardo Flores Magón. Lo cual puede deberse a su pensamiento y práctica anarquista que de alguna forma impide su institucionalización.

Objeto de jaleo no sólo lo son los personajes, sino prácticamente todo aquello que tenga que ver con el pasado. Al menos el pasado que importa. Objeto de disputa son las conmemoraciones, las fechas y los aniversarios. Ciertas fechas son dotadas de pleno significado para amplios sectores de una sociedad. Por caso, el 11 de septiembre en Chile o el 24 de marzo en Argentina, fechas en que se realizaron los golpes de Estado a manos de los militares. Estas fechas son especiales para esas sociedades, pero existen otras más regionales, circunscritas a un territorio y colectividad menor o local, otras más personales aún en el contexto de un marco mayor, como ocurre con el día de la desaparición de algún familiar o conocido en los países sudamericanos. “En la medida en que hay diferentes interpretaciones sociales del pasado, las fechas de conmemoración pública están sujetas a conflictos y debates” (Jelin, 2002, p. 52). La cuestión es qué se desea conmemorar (Calveiro, 2001; Mendoza, 2004a). En los dos casos referidos al menos hay dos sentidos distintos, el de los que sufrieron el golpe militar y el de los golpistas: dos sentidos totalmente opuestos. Cierto, “las fechas y los aniversarios son coyunturas de activación de la memoria. La esfera pública es ocupada por la conmemoración, con manifestaciones explícitas compartidas y con confrontaciones” (Jelin, 2002, p. 52).

Tanto en Argentina como en Chile, durante la dictadura militar el espacio público era ocupado por los discursos oficiales, donde las fuerzas armadas aparecían como los salvadores de la patria ante la amenaza de la subversión. Las actividades y relatos alternos no tenían cabida en la vida pública, únicamente en el exilio. Sólo después de la transición política, una vez que cayeron los gobiernos militares, las versiones alternativas ocuparon espacios abiertos. Salieron de la clandestinidad o regresaron del destierro. Décadas después se activan los recuerdos, por eso es que Ariel Dorfman (2004), a propósito de lo ocurrido a las Torres Gemelas, dirá: “No lo puedo evitar. Día a día, desde aquel 11 de septiembre de 2001 en que el terror descendió sobre Estados Unidos, he tenido que evocar una y otra vez a Chile y su dictadura”; recordando la convicción “de que la historia pertenece a los seres humanos que se atreven a imaginar un futuro alternativo. No tenemos por qué aceptar el mundo tal como lo encontramos al nacer. Ese es el mensaje que muchos años atrás fue entonado en Chile por una multitud de campesinos hambrientos” (p. 48). Quizá, en este caso, el 11 de septiembre estadounidense opaque el 11 de septiembre chileno, y algunos apuesten a que se olvide que en 1973 Augusto Pinochet tomó el poder y se asesinó no sólo al entonces presidente Salvador Allende, sino a miles de chilenos. Se asesinó un proyecto político.

Pero no sólo las fechas son objeto de disputa en estos países, lo son también los espacios, los lugares: dónde inscribir nombres y qué relatos expresar es objeto de querella. Los altercados se presentan por el empleo de ciertos sitios, y es que el uso indicará el sentido de lo ahí ocurrido: no es lo mismo intentar levantar un museo en aquellas zonas donde antes hubo un centro de detención y/o tortura, como espacio de la memoria humana, que habilitarlo como oficina administrativa gubernamental o simple y llanamente destruirlo y ahí levantar centros comerciales. Los sentidos son distintos, porque a ello se encuentra aunada la narrativa que ha de expresarse en torno a un territorio. La materialización de la memoria es indicativa en un sentido, y su borradura u ocultamiento viaja en otro. No obstante, en sentidos diversos quedan los emplazamientos y bien se podrá decir “ahí hubo…” y echar a andar la memoria. Sí, porque estos lugares son los espacios donde ocurrió la represión, convirtiéndose en testigos innegables. Y aunque se intente borrarlos o destruirlos quedan las marcas en la memoria de la gente, con todo y sus múltiples sentidos.

Además de fechas y lugares, hay otras estampas de memoria en reyerta, como los monumentos, las placas recordatorias y otras marcas que terminan por ser formas en las que los distintos actores tratan de dar materialidad a las memorias. En cierto sentido, estos artefactos de la memoria son también medios de disputas (Mendoza, 2004a). “Tanto en las conmemoraciones como en el establecimiento de los lugares de la memoria hay una lucha política cuyos adversarios principales son las fuerzas sociales que demandan marcas de memoria y quienes piden la borradura de la marca, sobre la base de una visión del pasado que minimiza o elimina el sentido de lo que los otros quieren rememorar” (Jelin, 2002, p. 60). Cierto es que hay que reconocer que las modificaciones en los escenarios políticos, la incorporación de nuevos actores sociales y el cambio en las “sensibilidades sociales” implica que se transformen los sentidos sobre los acontecimientos del pasado. Así visto, el lenguaje y la retórica con los que se alude a eventos del pasado van, en cierta medida, dando forma a cómo se conciben éstos. No es lo mismo decir que en Chile los militares tomaron el poder para salvar a la patria de los comunistas, como arguye el pensamiento castrense, que asesinar a la democracia, como argumenta la izquierda. Así como no es lo mismo realizar una purga en las filas del Partido Comunista de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como denunciaba la oposición, que construir la patria socialista, como argumentaba José Stalin. No es lo mismo decir que se estaba regresando a los judíos a sus antiguos territorios, como argumentaban los defensores de los nazis, que desplegar un holocausto, como se ha demostrado. Si, porque ahora a distancia se sabe que no es lo mismo descubrir que conquistar un continente; no resulta igual argumentar el encuentro de dos culturas que el sometimiento de una ante otra. Cosas ahora ya muy sabidas. Asimismo, no tiene el mismo talante decir que se acababa con el demonio hecho carne, como argüía la inquisición hace cinco siglos, que aniquilar un pensamiento que sustentó el encanto del mundo.

 

3. Desestigmatizar a las brujas

Por los mismos tiempos en los que en el “nuevo continente” los españoles evangelizaban a sangre y muerte, los mismos europeos, en su territorio, realizaban mortíferos rituales que se desplegaron, esta vez, contra las mujeres. La utilización del fuego fue su característica. Justamente, el fuego no sólo ha servido para la eliminación de la escritura (Dahl, 1927), sino también de sujetos que no se adecuan a modos uniformizados de pensamiento, que fue el caso de las brujas. El fuego se utilizó como elemento purificador: más de cien mil mujeres llevadas a la hoguera en poco tiempo: “el inquisidor de los siglos XV a XVI ve en la hoguera la sola respuesta a la fiebre de la bruja; sus cenizas serán el único residuo que no dejará huella: el borramiento, esta vez total, de su sexualidad descarriada” (Cohen, 2003, p. 67). Pero no sólo su sexualidad era apartada, también la visión que del mundo tenían, y como ese mundo no pudo legitimarse mediante las prácticas lingüísticas que en ese momento se demandaban, los costos fueron vidas apagadas; la retórica no fue la adecuada. Los cabalistas lo sabían: las palabras crean mundos, o al menos los modifica; similar cuestión argüían las hechiceras medievalistas: la combinación exacta de determinadas palabras posibilita la transformación del entorno, y a pesar de reconocerlo no pudieron cambiar, no mediante el discurso. Es en este contexto que al arribo de los siglos XV y XVI las brujas son desplazadas por un discurso filosófico y una práctica médica que tienden a distanciarse de las viejas prácticas y discursos mágicos y hechiceros. Médicos y filósofos, en la incipiente ciencia, emplean un nuevo lenguaje, el empuje de la naciente modernidad así se los demanda. En contraparte, las practicantes de la magia natural serán no sólo excluidas sino objeto de exterminio. En ello el lenguaje juega un papel primordial. En efecto, “el lenguaje ‘menor’, marginal, de la bruja, capaz de mover montañas, de volar, de curar amores infelices, será incapaz de hablar el lenguaje de las instituciones y, por lo tanto, incapaz de defender discursivamente, ante los tribunales, una práctica milenaria por la que se le condena” (p. 70). Pero no sólo en Europa se prendía fuego a las mujeres, se hacía también en el denominado Nuevo Mundo, y así en 1569 se instalan dos tribunales, uno en México y otro en Perú, para controlar la herejía amerindia, obligándolas a confesar que tenían más pecados que la reina de Inglaterra, en alusión a Isabel I (Giles, 1999). Con las brujas atadas a las hogueras, no sólo ellas morían, también “una parte importante del imaginario de una época desaparecía consumiéndose entre las llamas” y detrás de ese fuego se encontraba tanto el pensamiento católico como el protestante; pero también “el pensamiento científico es testigo y parte de esta destrucción, de igual manera que las clases altas que abandonaron a su suerte a esa magia pagana, a pesar de ser ellas mismas sus naturales destinatarios” (Cohen, 2003, p. 136). Actuar y pensar de manera diferente y ser además mujer, prácticamente constituía un crimen (Giles, 1999).

Pero la historia de estas hechiceras está poco narrada, y lo que de ellas se dice es más bien un discurso desde fuera, desde posiciones historicistas que del poder emanan. Las disertaciones que sobre las brujas se elaboraron las depositaron en el sitio maligno de la historia: se mantiene la narración que las arrinconó en lo oscuro de ese pasado medieval. Una memoria relegada por una historia impuesta (Mendoza, 2004b).

Pero, a decir de algunas autoras, tienen que recuperarse sus pensamientos, sus sentimientos, sus propias narraciones. Un ejercicio de memoria colectiva es el que realiza Esther Cohen en su libro Con el diablo en el cuerpo, en el que reconstruye el paso de la magia de las brujas como una práctica aceptada y legitimada, y su paso hacia una práctica condenada y castigada con la hoguera. Señala: “Contar esta historia cultural a contrapelo es relatarla desde sus brujas, es decir, desde esas mujeres que fueron silenciadas en nombre de un saber y de una moral que no encontraron un discurso autolegitimador de sus prácticas, y desde ahí, desde su destrucción, hacerles justicia, hablar desde su barbarie” (Cohen, 2003, p. 134). Esto es, contar la versión en sentido distinto e incluso contrario al de la historia: una forma de justicia es narrarlas desde otro lugar, desde otro ángulo, desde su propio pensamiento. Como dice Giles (1999): debe haber una especie de resurrección de estas mujeres.

 

 

4. Reconstruir el esclavismo negro

Uno de los casos más escandalosos, pero poco revisitado por los estudiosos de la memoria, es el de los esclavos, el de los negros, y sus íntimas y virulentas determinantes: factores sociales, políticos, éticos y económicos (Saco, 1974). Los esclavos negros, en distintos momentos han sido opacados por otras víctimas de la exclusión y del abatimiento. Para reconstruir el pasado de los esclavos negros, se proponen al menos tres líneas principales. Una primera la representan las propias víctimas: los negros y sus descendientes en criollos, afroamericanos, los cimarrones y los rebeldes como Malcom X. Una segunda la constituirían los expedicionarios, los dedicados al pillaje, juristas y pensadores, y los propietarios de plantaciones o empresarios. Y por último, la que viene de parte de los denominados “justos”, integrantes de la sociedad civil que se congregaron en instancias “antiesclavistas”, por ejemplo los impulsores de la abolición del tráfico de esclavos y el fin de la esclavitud. Son fuentes entonces: las víctimas, los negros y los justos. Cada línea tiene su propia memoria, y su origen, función y significado deben investigarse. Sí, pues hay una visión del esclavo en el pensamiento de los traficantes y los propietarios, y otra en la de los abolicionistas: la nueva identidad que se les impone a los esclavos y que se refleja en estas memorias, a decir de Memel-Fotê (1999), se resume en dos palabras: “embrutecimiento y entontecimiento”. Semejante condición es resultado de distintos géneros de violencia material, ejercida en contra y por los propios negros, que muestra otras maneras de deshumanización, como la violencia militar, en este caso, la captura; una violencia económica y social, como la deportación, subastas y la consiguiente disolución familiar, imposición del lugar de residencia, trabajo forzado, condición de mercancía objeto de préstamos, legados, violaciones; una violencia política, como las leyes de exclusión y leyes de segregación entre blancos y negros, entre esclavos y libertos; una violencia cultural, como la prohibición de instruir a los esclavos e incluso negarse a evangelizarlos (Saco, 1974). No sólo el traficante de negros consideraba a éstos como “bestias de carga” de las cuales podía deshacerse si consideraba que el barco iba pesado, pues los propios negros se consideraban a sí mismos eso, toda vez que se les mezclaba con caballos, bestias de carga y otros animales: “se vendía a los negros como se vende a los cerdos lechones, y a mí me compraron de inmediato”, recuerda uno de ellos (Memel-Fotê, 1999, p. 151).

Además de la relación material que le endosaba esa imagen al esclavo, estaba la ideológica, el racismo, que se atribuía a una cuestión biológica (Saco, 1974), una interpretación ontológica, y el ser esclavo se traducía como algo “inherente a la calidad de la víctima” (Memel-Fotê, 1999, p. 151). Los traficantes y los propietarios consiguieron que los propios esclavos sintieran vergüenza de sí mismos. Pero hubo quienes protestaban por ello, los que al paso del tiempo se convertirían en abolicionistas. En un primer momento las ideas religiosas eran el sustento del movimiento: el humanismo cristiano del siglo XVII. Después, entre el siglo XVIII y el XIX, hubo un vínculo con las ideas filosóficas y políticas de los pensadores de la Ilustración, pretendiendo incriminar a los traficantes, propietarios, y a los Estados que permitían tal práctica, todo con una finalidad: terminar con la esclavitud. Hubo un tercer momento en el que existió un compromiso con las ideas políticas y económicas que contribuyeron a la deriva de movimientos sociales, logrando la prohibición del comercio de esclavos, esto ocurrió entre 1830 y 1836. Pero ya había un antecedente: en América, por ejemplo, cuyo territorio se manchó con tanta sangre africana, se abolió el comercio de esclavos en 1780 (Saco, 1974, p. 213).

En todo caso, “la memoria de la libertad antigua ha estado de algún modo presente en la memoria vergonzosa, las dos han coexistido” (Memel-Fotê, 1999, p. 153). Resumiendo: “la vergüenza remite a la necesidad de reconocer la pérdida de la libertad, asociada al sufrimiento”, y en ese caso la memoria infamante del tráfico de esclavos y la esclavitud puede considerarse en dos líneas. Por un lado, el de la historia del comercio de esclavos y la esclavitud y, por el otro, el de la historia universal. En el primer caso, que en este caso se considera relevante, existen diversas fuentes de la memoria: el esclavo, el traficante, el propietario, el militante abolicionista, el estado esclavista o liberador, entre otros. En esa multiplicidad de visiones “contrastan, por una parte, las memorias totales, dilatadas y trágicas de los esclavos que conocieron la captura, la venta en subasta, la deportación, la tortura, la explotación sexual, económica y política, con las memorias parciales de los traficantes y de los propietarios; las de las víctimas con las de los defensores religiosos de la libertad, de los filósofos, los políticos y los Estados” (pp. 154-155). El de los negros es otro paisaje oscuro en la configuración del pasado que hay que ir esclareciendo, y sólo por ilustrar podemos ubicar el año 1501 como el inicio del tráfico de esclavos hacia el denominado nuevo continente. El ejercicio de reconstrucción permitiría una visión más amplia de este fenómeno crudo en la historia de la humanidad.

 

5. Reconocer a los armenios

Otro caso relegado es el de los armenios. El 24 de abril de 1915 se asesinó a 600 intelectuales armenios de Constantinopla, en la parte oriental de Asia Menor. El fin oculto era suprimir la presencia milenaria de armenios en esos lugares. A principios de ese siglo, de los dos millones de armenios existentes, millón y medio fueron masacrados. En la actualidad son sólo decenas de miles los armenios que se encuentran en Turquía, especialmente en Constantinopla. Los responsables de la masacre de 1915 fueron los denominados Jóvenes turcos. Todo ello terminó por caer en el olvido. “Los vencidos fueron obligados a enterrar el horror del pasado. Muchos de ellos intentaron un olvido imposible. Los escasos relatos de los sobrevivientes aparecieron sólo mucho más tarde” (Mutafian, 1999, p. 156). Pero no sólo eso, sino que el pasado de esta población se encuentra llena de agravios: “el pueblo armenio había sido expulsado bruscamente de su pasado en Antatolia. A esto se agregó la afrenta de erigir un mausoleo en honor de uno de sus verdugos, Talaat Pacha” (p. 156), reviviendo constantemente las heridas de los sometidos. Actualmente, como ocurre en otros sitios, el estado turco no reconoce tales excesos. Se sigue asistiendo al olvido impuesto, porque la negación es una forma de olvido (Mendoza, 2004b). Cuando en 1993, en la capilla de la Sorbona, se mostró una exposición sobre el reino armenio en Cilicia, la prensa turca tuvo una respuesta de rechazo señalando que tal reino nunca existió.

En este océano de denegaciones un pequeño reconocimiento es que los libros escolares en Uruguay den cuenta del genocidio, ello quizá por los lazos y la población que habita el país sudamericano, 20 mil armenios que mantienen su memoria. No obstante, cuando en 1983 se organizó a orillas del Bósforo una gran exposición consagrada a las “civilizaciones de Anatolia”, desde la prehistoria hasta nuestros días, en ella “toda mención de Armenia estuvo proscrita, y en el mapa anexo al segundo volumen del catálogo, relativo a la Edad Media, Anatolia oriental aparece como un perfecto desierto” (Mutafian, 1999, p. 157). Lo drástico de este asunto es que la exposición fue patrocinada por el Consejo de Europa. Como puede advertirse, hasta hoy día, la omisión sobre la cuestión armenia sigue desplegándose.

 

6. Conclusiones: resistencias de la memoria

Primo Levi, judío italiano, fue deportado a Auschwitz, en febrero de 1944, y un año más tarde salió moribundo del lugar. Su obra Si esto es un hombre apareció en 1947, trabajo que no generó mayor interés: de hecho, tuvo poca credibilidad. Sólo al paso de los años su texto tuvo impacto, y revisitó el tema en otros escritos como Los hundidos y los salvados. Murió en 1987. Él sentía un deber de memoria, es decir, narrar lo que a otros y a él les había acontecido en un campo de exterminio. Comunicar la barbarie para que otros entendieran de qué se trataba. Esa ha sido la intención de sobrevivientes de tragedias, pero también de aquellos que mantienen un compromiso con alguna causa. Lo cual es loable. Comunicar y narrar, realizar ejercicios de memoria, tiene por intención llenar los huecos, esos hoyos negros que han alimentado el olvido. Olvido generado muchas veces por los grupos de poder. En tanto que la memoria puede actuar sobre el mundo, sobre la realidad, los intentos de manipularla son muchos y permanentes. Es utilizada constantemente para reorganizar el pasado (Candau, 1996), y en esa reorganización se forman los huecos, los olvidos. A lo cual también han contribuido algunos historiadores (Ricoeur, 1999) e intelectuales de distintos signos ideológicos. De ahí que Todorov (2000) hable de moralizadores de la memoria, aquellos que, por ilustrar, en su momento recriminaron los genocidios de las dictaduras de derecha, los nazis y los militares sudamericanos, pero que fueron incapaces de reprobar los crímenes en la ex Unión Soviética y China, gobiernos a los que Todorov denomina dictaduras sangrientas. Al respecto, señala el caso de Sartre quien se oponía a la revelación de los campos de concentración para no desilusionar a la clase obrera con que aún no había paraíso en la patria del socialismo, y con el tarareado argumento de no hacerle un favor al imperialismo norteamericano.

La memoria se concibe como acción, por lo tanto requiere de prácticas, y una forma es aquella que la liga a la justicia, y lo hace mediante narrativas, al dar voz a los que han sido callados, silenciados, marginados, excluidos, “a aquellos hombres que de una u otra manera han quedado al margen de la historia, al margen de su propia voz” (Cohen y Martínez, 2002, p. 7). En tal caso, cuando ciertos episodios se reconstruyen y se narra a los actores relegados, estamos hablando de memorias de un pasado que, justamente, se niegan a pasar. En el caso de la guerra sucia en el Cono Sur se niega la posibilidad de reconocer oficialmente que hubo desaparecidos. En algunas situaciones, después de varios lustros, los excesos y las desapariciones se vuelven noticia de primera plana al paso del silencio institucional. Y parece que se avanza, pero luego se detiene el proceso e incluso se retrocede. México, en este contexto, no es la excepción con su Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, que tiene como propósito investigar la represión política de pasadas décadas y que recientemente exoneró al Ejército mexicano de la masacre del 2 de octubre de 1968. Además, sobre la guerra sucia que el gobierno desató sobre la oposición política de los años sesenta y setenta poco ha hecho.

A pesar de estos casos, a decir de Todorov (2000), a fines del siglo XX hay todo un culto a la memoria, específicamente señala a Francia. En Europa, advierte, prácticamente todos los días se inaugura un museo: “Se conmemoran cada año tantos acontecimientos notables que nos preguntamos, con inquietud, si quedan bastantes días disponibles para que se produzcan nuevos acontecimientos, que se conmemorarán el siglo que viene” (p. 193). Latinoamérica, especialmente, parece no correr por estos senderos. Tampoco los actores olvidados de los que se ha hablado en este trabajo. Así que habrá que pensar menos en la celebración del pasado, en la fiesta por lo acontecido, y mirar un poco a las tragedias, esas que han arrastrado millones de vidas humanas en nombre de una ideología excluyente y bárbara o de un supuesto progreso civilizatorio. En estos casos, olvidar ciertos pasajes del pasado, que es la propuesta de algunos autores, parece no operar.

Baste señalar que los grupos y las sociedades conservan su pasado ya sea en forma de símbolos o en forma de prácticas sociales, y algunas de éstas son diseñadas para, justamente, recordar, es el caso de los ritos, homenajes, celebraciones, con la peculiaridad de que tales recuerdos tienen un carácter voluntario, con un elemento adicional: tienen una utilidad para el presente y el futuro (Rosa, Bellelli, y Bakhurst, 2000). Quizá los males contemporáneos puedan entenderse hurgando en el pasado, en los males anteriores (Nierenberg, 1996). Ese es, en este marco, el provecho de la memoria.

Dice Steiner (1971) que “La adormecida prodigalidad de nuestra familiaridad con el horror es una radical derrota humana”; y, en efecto, no hay que dejar que el terror se vuelva habitante de nuestra casa, de nuestra conciencia y que el olvido derrote a la humanidad: un olvido fatídico es el que se presenta cuando la sociedad olvida a sus víctimas: las olvida, las cree como literalmente desaparecidas, y ese olvido es el que pesa más, no sólo para los secuestrados y desaparecidos, para los omitidos, sino para la sociedad misma, en tanto que olvida un trozo de su propia vida, de sí misma. Se le genera un hueco.

Algo puede mostrarnos el hurgar en ese pasado de fuego, en ese pasado negado, en ese pasado silenciado. Las barbaries del siglo XV y XVI emprendidas contra las brujas y contra los esclavos negros no son las mismas que las del siglo XX, pero en ambas situaciones encontramos “una ‘alergia’ violenta a la alteridad radical, negación del otro, absolutamente otro, llámese judío, bruja, mujer, negro, indígena” (Cohen, 2003, p. 134), leproso, musulmán o prostituta (Nierenberg, 1996). Recuperar otras versiones no tiene fines de conmemoración sino de reanimación de otras versiones, de dotarles de resurrección a ciertos actores, es plantear a la “memoria como política de la memoria”, activa, que piensa y se mueve en el presente, con la firme intención de restituirle al pasado una justicia que no tuvo tiempo atrás. Desde esta perspectiva se vuelve necesario “ejercer la memoria para ejercer la justicia”, y una posibilidad la brinda el escribir al respecto. Efectivamente, el “ejercicio de escritura es el intento por someter a la historia a una vuelta de tuerca, rescatando de sus recovecos a esos actores aparentemente menores y marginales sobre los que, sin embargo, se construyó la cultura de su momento” (Cohen, 2003, p. 137). Luego entonces, una manera de hacerles justicia radica en rescatarlas del olvido e integrarlas a una memoria viva, a una versión distinta en torno a su pensamiento, dándoles la voz que en su momento se les negó y averiguar cómo su aniquilamiento impactó en el desarrollo del pensamiento posterior. Ese es un ejercicio de reconstrucción: por un lado, saber el origen de los odios y animadversiones contra los otros, dónde surgen, cuáles fueron esas actitudes y esos pensamientos fundantes, y entender así lo que ocurre hoy, en tanto que parecen odios semejantes, trazados con el mismo pensamiento (Nierenberg, 1996). Por el otro, remediar el discurso sobre los excluidos del paisaje de la historia: reivindicar su pensamiento, su actuación y su contribución a las sociedades de su momento y sus repercusiones en el presente.

En consecuencia, habrá que tomarle la palabra a Esther Cohen cuando esgrime: “Detrás de Miguel Ángel y de Leonardo, detrás de las grandes construcciones arquitectónicas y filosóficas, detrás inclusive del incipiente pensamiento científico, están ahí, reducidas a cenizas, esas viejas brujas que no encontraron ya un acomodo en la redistribución de saberes y que, con sus cuerpos ya marchitos, fueron sacrificadas al fuego en nombre de la cultura, de la religión y de la buena moral. Mientras las cortes y las catedrales alojaban a esos cuerpos majestuosos y sensuales, la mano dura de la ‘cultura’ inquisitorial acababa, o al menos lo intentaba, con los restos de una auténtica cultura pagana que había florecido durante siglos” (2003, pp. 134-135).

Indudablemente, si es cierto el principio de que detrás de todo progreso hay una historia de atrocidades, se estará de acuerdo con lo que planteó Walter Benjamín: “No existe documento de cultura que no sea, a la luz, documento de barbarie”, y, en consecuencia, habrá que reconocer que el presente está formado sobre la base de omisiones y olvidos, hoyos negros que se vuelve necesario llenar de memoria.

 

 

Bibliografía

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Jorge Mendoza García. Maestría en psicología social por la Facultad de Psicología, UNAM. Profesor de Tiempo Completo de la Universidad Pedagógica Nacional. Coordinador de los libros Significados colectivos: procesos y reflexiones teóricas (2001), ed. ITESM; Enfoques contemporáneos de la psicología social en México: de su génesis a la ciberpsicología (2004), ed. Miguel Ángel Porrúa; Cuestiones básicas en psicología social (2004) ed. UAT; El conocimiento de la memoria colectiva (2004) ed. UAT. Su línea de trabajo es sobre memoria colectiva y olvido social.

 

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Mendoza-García, J. (2007) las resistencias de la memoria: algunos actores abatidos y relegados del pasado. México: Asociación Oaxaqueña de Psicología A.C. En http://www.conductitlan.net/disputas_politicas_por_el_pasado.html

 
 
 
 
 
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Última actualización 1 de enero  del 2008